jueves, 26 de octubre de 2017

Reinventarse

A comienzos de año tuve unos meses bien complicados: falta de dinero, deudas (sí, van de la mano), problemas personales, problemas en el trabajo y un largo etcétera. Parecía que no terminaba nunca, y encima ya llevaba un mes así. Justo un día antes, tuve un arranque de ira injustificado y le contesté muy mal a una persona que no tenía nada que ver.

Después de cometer semejante error, no pude menos que disculparme. Me deshacía en palabras para dar a entender que esa no era mi actitud cotidiana, que yo no me la agarraba con los demás, pero el daño ya estaba hecho. Así que encima de no haber arreglado nada, por el contrario, tuve que agachar la cabeza y reconocer que me había equivocado de una manera bien grosera.

Lo peor es que era la segunda vez en menos de un mes antes que cometía esa falta y, promesa mediante, pensaba que no iba a volver a pasar. Pero ocurrió, y me generó una gran culpa y frustración interna "Si ya dije que no se repetiría, ¿cómo fui capaz de caer nuevamente?", me decía mi conciencia.

Sucede que ninguno de nosotros es infalible. Todos somos humanos, limitados e imperfectos. Así como tenemos lindos gestos, actitudes loables, valerosas, empáticas y demás, también erramos. Nos hacen reaccionar y entramos como caballos. Nos perdemos. Nos bajoneamos. Nos sentimos mal. Nos caemos, pero (siempre hay un pero) nos levantamos. Y en eso consiste el texto que pretendo desarrollar, pese a mis limitaciones.

Les anticipo el final, para que no se decepcionen después: nunca vamos a ser perfectos. No vamos a dejar jamás de equivocarnos, por más que lo intentemos. Volverán los errores, a recordarnos lo falibles que podemos ser. Listo, entonces a no hacer nada, total siempre vamos a fallar, por más esfuerzo que hagamos, ¿no? No. ERROR.

Uno de los peores daños que pueden hacerle a un ser humano en proceso de formación es dejarle abierta la tranquera de los caprichos y el mal comportamiento. Ejemplo: un nene de cuatro años contesta con una puteada a un adulto. Uno de seis se encula y no quiere compartir. Uno de cinco le pega a los compañeritos del Jardín no para defenderse, sino porque los ven más débiles. Uno de ocho ve que a alguien se le cae dinero, pero lo levanta calladito y se lo guarda en el bolsillo, sin devolverlo.


Esto no es lo peor. Lo más grave reside en que este tipo de comportamientos, en muchas ocasiones, es apañado por los mismos padres o por otros adultos de su entorno con una sentencia bien dañina (que seguramente la habrán oído alguna vez en una casa ajena o bien, la propia):


-Y, él/ella es así, ya no va a cambiar.

 
Bien, saquémonos el problema de encima, justifiquemos cualquier actitud aunque desde nuestra ética y buena fe no sea correcta, total todos cometemos errores. Nadie es perfecto. Ahí está el punto sensible, porque la infancia y el comportamiento del entorno hacen a la formación de una persona. Por supuesto, uno mismo tiene la capacidad de elegir y sopesar qué es correcto y qué no lo es, pero no en todos los casos se da esta circunstancia.

Si a alguien lo malacostumbran permitiéndole cualquier capricho, después probablemente se transforme en una persona egoísta, maleducada o incluso agresiva, según cómo se den los casos. La falta de empatía genera un desinterés total en el momento de interactuar con otros, y eso es lo que termina germinando en acciones reprobables. En lugar de repensar y revisar sus pensamientos y actos con el resto, el egoísta piensa: Yo ya soy así, ya no me van cambiar. Si no les gusta, mal por ellos.

Es necesario aclarar, ante todo, que no es lo mismo decirlo en el caso de los gustos personales o en situaciones que no comprometen a nadie, que en el trato del día a día cotidiano. Por supuesto que a mí me gusta el pan tostado y no el blanco, nadie va a cambiarme. Pero con elegir el pan tostado no perjudico a nadie. Ahora, si yo tengo un problema y me la agarro con alguien que no tiene nada que ver, ahí sí es un tema porque estoy perjudicando a una persona sin que tenga la culpa. Esto no implica que a la hora de criar a un hijo tengamos que andar con una zapatilla o un látigo en la mano. Pero si detectamos algo que no encaja con lo que en nuestra buena fe consideramos errado, debemos intervenir.

Ya siendo adultos y conscientes de nuestras falencias, el proceso que deberíamos realizar para mitigar este tipo de actitudes, entonces, es el de revisar siempre nuestra forma de llevarnos con la gente. Reinventarse es la palabra más adecuada que encontré a tales fines. Es volver a inventarse día a día, pulir nuestros lados sociales más rugosos, no conceder todo a todos porque es imposible, pero sí intentar ver en qué estamos obrando mal.

Los que tienen falta de empatía no realizan este proceso porque no les interesa. Mucha paja. Hacen lo que quieren y ya está, que los demás se lo banquen. Si nosotros, en nuestra ética y buena fe sabemos que cometimos un error, algo dentro de nosotros nos lleva a repensar y darnos cuenta que fallamos y que no debemos volver a hacerlo, porque ya desde el momento que notamos esa falta estamos obligados a arreglarla. Si nos equivocamos con otros a sabiendas o sin revisar nuestras acciones, estamos actuando de mala fe.

Por supuesto, nadie dice de esconderse abajo de la cama, ni autoflagelarse si no decimos buenos días. Como señalé anteriormente, no se puede conformar a todos. Es más, aún actuando de buena fe, podemos llegar a ser señalados por el dedo o recibir ofensas, injurias y demás. Pero al menos estaremos mejor internamente, porque sabremos que hicimos todo lo posible para no perjudicar a nadie.

Nunca seremos perfectos, pero siempre tendremos el deber de autoevaluarnos para mejorar y cuanto más avancemos, mejor será para nosotros mismos y para los demás. Así, paso a paso, es como podemos llegar a ser mejores como personas.

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